La feroz tormenta agitaba la copa de los árboles del
frondoso bosque. Una considerable sucesión de rayos rasgaba la profunda, casi
antinatural, oscuridad del cielo, trayendo tras ellos un feroz rugido, un grito
de guerra, una feroz respuesta de esa absoluta oscuridad a los haces de luz que
la penetraban. Debajo, en la tierra, todo era silencio, como si tanto los
animales como los espíritus hubiesen corrido despavoridos a ocultarse en algún
refugio seguro, temiendo por sus vidas en vista de la batalla que arriba se
disputaba. Allí todo era silencio, salvo el sonido de la enorme cantidad de
gruesas gotas que caían sobre los árboles, y de los árboles al suelo otoñal del
bosque.
También abajo todo era oscuridad. Los débiles reflejos de la luz de los rayos
que lograba traspasar la espesura del bosque apenas alcanzaban a mostrar la
absoluta y desgarradora soledad del bosque, y no había nada, ni siquiera los
enormes charcos formados por la lluvia, que pareciera querer reflejarla antes
de que desaparezca.
A lo lejos, se oían pisadas. Pesadas pisadas bípode en un trote discontinuo,
irregular, casi a los tropezones. Parecía ser el trote de un hombre o muy
corpulento o muy ruidoso, y la irregularidad de los sonidos de sus pisadas
hacía imaginarse a un herido que trata por todos sus medios de seguir adelante
pese a su parcial incapacidad, o tal vez a alguien que se encuentra atravesando
un terreno difícil a la máxima velocidad que sus piernas le permiten avanzar, o
tal vez a ambas cosas a la vez.
En períodos casi regulares, desde el sitio en el que provenían los pasos, se
oían potentes aullidos, similares en sonido a los aullidos de lobo, aunque
poseían un aire mucho más desgarrador, y, cargado de una evidente ira, parecía
perforar casi físicamente el silencio de aquel bosque, para confundirse en lo
alto con el sonido de los truenos, que, ya sea obra de los espíritus u obra
misma de Gaia, ya sea efecto del miedo de quienes lo escucharon, parecía
responder a esos aullidos con rugidos similares.
Un zorro valiente asomó su cabeza fuera de su refugio, intentando visualizar
entre las sombras a aquel extraño ser, capaz de infundir su ira al trueno, tan
valiente como para correr en aquella profunda oscuridad, debajo de aquella destructiva
tormenta. Cuando sus ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad, apareció
delante de él una figura imponente. Más de tres metros de pura masa muscular,
aunque de silueta casi humana, estaba cubierto de un espeso pelaje gris, y su
rostro, cubierto de cicatrices, era similar al de un lupino. Era cierto que
cojeaba, y estaba evidentemente muy herido. Las heridas sobre su cuerpo eran
profundas, y la sangre que emanaba de su boca denotaba heridas tal vez más
profundas en su interior. Uno de sus ojos estaba ciego, y el otro, rojo de ira,
miraba alrededor. Parecía ser una maquina de guerra del mismo infierno.
Se detuvo, como perdido. Olfateó el aire, y acto seguido, aulló. Como antes, el
cielo pareció callarse al oír su desgarrador grito, y, como antes, éste le
devolvió el llamado con un rugido aún más potente y desgarrador. Ésto pareció
orientarlo, y reanudó su sufrida marcha. El zorro, intrigado, salió de su
refugio a pesar del miedo, y comenzó a seguirlo. Noto que avanzaba muy rápido
pese a sus heridas, y le costó seguirlo entre las raíces y las hojas a pesar de
que esa parte del bosque había sido su territorio durante toda su vida. En un
momento lo perdió de vista, y tardó en encontrarlo. Al parecer, había detenido
sus pasos. Siguiendo el rastro de su sangre, llegó a un enorme claro que el
zorro no había visto jamás.
El claro parecía ajeno a la tormenta, ajeno al bosque en sí. La vegetación era
escasa, y la tierra estaba cubierta de un césped corto y muy suave. Había si
unas extrañas flores que el zorro no había visto antes, que desprendían un
extraño olor... "Olor a tranquilidad", pensó. La lluvia no lo
alcanzaba a pesar de que no había árboles entre el suelo y el cielo, y el
viento corría suavemente a diferencia de el resto del bosque. El bramido del cielo
se oía débil, como si fuese de otro mundo. De otra realidad.
Allí, el enorme ser se encontraba delante de lo que debía de ser un humano, con
todo su cuerpo oculto bajo sus ropajes. El hombre lo acarició y el ser pareció,
increíblemente, tranquilizarse. De pronto, comenzó a perder tamaño. Se
retorcía, mientras su rostro comenzaba a deformarse y su pelo comenzaba a dejar
paso a la rosada piel humana. En unos segundos, incomprensiblemente, el ser se
había convertido en un hombre de unos 35 años. Un hombre desnudo, de rasgos
extraños para el zorro. Su pelo rubio caía casi hasta la cintura. Tenía los
ojos azules, y, aunque acababa de perder más de un metro de tamaño, seguía
siendo enorme. Su torso estaba cubierto de tatuajes tribales, así como sus
piernas y gran parte de sus brazos. Sangraba, y mucho, y estaba pálido y débil.
Cayó de espaldas, rendido.
El otro hombre habló, y el zorro no comprendió sus palabras. Si comprendió,
extrañamente, las del hombre lobo, como si éste ademas de pronunciar las
palabras en voz alta las hubiera repetido dentro de la cabeza del zorro, en un
idioma que éste hubiese podido entender.
-Lo, lo he logrado. No me queda mucho tiempo, no creo que logre ver amanecer
nuevamente. Gaia me reclama lejos de aquí y debo acudir a su llamado. Pero lo
he logrado... He llegado hasta aquí... Bilbao... Ha pasado... Ha pasado
tanto tiempo desde que...- Su voz de repente se tornó ronca, terminal,
aunque no había miedo en sus palabras - Necesito que me hagas un favor...
Dile a un viejo amigo, dile a Arutro Díaz, que ha hecho un excelente trabajo
aquí. Gracias.
Tema: Aullidos en la oscuridad 
Mar 10 Jun 2008 - 6:41
(es broma, es broma...)